Con la publicación de Cien pedazos me estreno como autor. En todo este proyecto, el único error fue elegir a Ediciones Atlantis como editorial, porque no actuó como tal. Se limitó a imprimir la novela y a asegurarse la rentabilidad que para cada una de ellas tiene calculada de antemano.
Cien pedazos es un intento deliberado de conjugar una novela comercial con un tono literario.
Cien pedazos es un thriller de corrupción política, judicial, periodística, policial -¿social?- en el que los personajes luchan por sobrevivir una vez que todo se ha desbordado. La acción trepidante transcurre durante una tarde noche de verano en la que se desata una tormenta prodigiosa que provoca la inundación de la ciudad, aparentemente tranquila. Esta tormenta -sin duda una metáfora de la realidad- deja al descubierto toda la basura ("mierda") escondida entre los bajantes de los cuartos de baño y el lecho del río que corre mansamente.
Cuando la mayoría social es cómplice de sus gobernantes, la porquería se acumula. Cualquier cosa puede ser el detonante de que el estercolero salga a flote.
En Cien pedazos, el Partido en el poder decide -buscando, parece, la democracia perfecta- poner en marcha la Sociedad del Piticlím a través de los teléfonos móviles. Un tahúr del partido -mujer legendaria- está en contra de este burdo ataque a la libertad. Renovarse o morir. El aparato del Partido ordena su ejecución. Pero todo se complica.
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Cien pedazos
1
Las manzanas prohibidas del Paraíso se
multiplican. Miles de Evas y Adanes siguen fornicando ante la mirada esquiva de
Dios para demostrar que los Primeros fueron expulsados del Paraíso
injustamente.
Jesús
sintió, dos portales antes de llegar al suyo, el discurrir de un pequeño
hormigueo frío sobre su frente. Con el dedo corazón de la mano derecha se frotó
la piel sobre la que había surcado brevemente la sensación fría y así, sin más,
entró en su casa. No parecía estar preocupado ni nervioso, aparentaba una
conducta normal y cabal de un hombre cualquiera que llega de su trabajo como
todos los días. Sólo añadir que su trabajo, quizás, no era un trabajo normal.
—Hola —dijo a su mujer que andaba cerca.
—Hola, Jesús. ¿Qué te ha pasado?
—¿Dónde?
—Tienes sangre en la frente.
—¿Qué dices, sangre?
—¡Por Dios! ¿Qué te ha pasado?
Jesús no sentía nada, pero como pensó en el
venero original de esa sangre, aceleró la marcha y fue al cuarto de baño. Se
miró, ahora sí, en el espejo y notó inmediatamente, entre los grises de la
penumbra de su rostro, un punto más negro que todo lo demás, que al encender la
luz se convirtió en rojo, muerto, de sangre. Se lavó la cara, se dio en la
mancha hemática y todo era normal, no había herida ni nada, como no podía ser
de otra manera. Aquella sangre no era suya y como lo sabía tapó —siguió
tapando— la conexión hacia la verdad.
Su
mujer empezó a indagar a través de la cadena de suposiciones de su cabeza,
«¡tan bien amueblada!», como a ella le gustaba decir. Qué coño tendrá que ver
la cabeza con los muebles.
«Se habrá peleado». «Habrá sangrado por la
nariz y no me quiere decir nada». «Mal de ojo». «¡El coño de la Bernarda!».
¡Pobre intimidad la de Bernarda!
—Jesús, ¿qué te ha pasado?
—Mi, no me ha pasado nada, no tengo nada.
Bueno, hace un momento, ahí atrás en la calle, sentí que me caía algo en la
frente y me arrasqué. Ahora veo que fue una gota de sangre. Pero Mi, esa sangre
no es mía. Tranquila.
—¿Y de quién es? Es fácil decir esta sangre no es mía, cuando la
tienes sobre tu propia frente. Eres un cabrón, Jesús, un hijo de puta, porque
me engañas. ¿De quién es esa sangre?
Jesús se sintió, en cierto sentido,
reconfortado por aquellas palabras vejatorias porque las escuchaba tantas veces
de su boca, pero notó, a cuento de esta gota de sangre, que la falsa ley de la
gravedad estomacal levitaba más que de costumbre y su cuerpo lo estaba
sufriendo. Los sucesos se trastocan. Las cosas, según él, no deberían estar
transcurriendo así y los imprevistos se están apoderando de su capacidad de
control y maniobra. Sin embargo, si algo ha aprendido en los años que lleva en
este trabajo ha sido a encajar golpes inesperados aparentando que ni siquiera
se te corta la respiración. Dar y mirar para otro lado. Recibir y mirar también
para otro lado. Aguantar repartiendo, esta es la fórmula que siempre le han
recomendado.
—Mi, he salido de Magenta y me he venido a casa. Me bajé en la
Plaza de Santa María, es verdad, y desde allí he venido andando. Ya sabes,
estoy un poco gordo, cuando vamos a follar siempre me lo recuerdas.
—¿Y no te has dado cuenta de que se derramaba sangre sobre tu
cabeza?
—Por favor, ¡derramaba!, ha sido una gota. Sólo me he arrascado
sobre la sensación de cosquilleo de la gota al descolgarse y esto ha hecho que
el aspecto sea más aparatoso.
—La sangre no miente, tiene todas las caras de su dueño. No lo
olvides.
—Ya me he lavado. Ya no hay ni rastro de nada.
—El poso de la sangre queda para la química y el microscopio,
pero sobre todo para nuestra conciencia.
—Enhorabuena Dra. Ramón y Cajal.
—No me toques las tetas, Gorbachov. ¿A qué hueles?
«¿A lejía?». Jesús tiene un angioma plano,
rojo, sobre la frente. En nada se le parece al de Gorbachov, pero le dicen
Gorbachov. Bueno, en el trabajo le dicen más cosas. «¿Por ejemplo?». Ya se
verá.
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