Es la primera novela que escribí y la segunda que publico. La primera, Cien pedazos, la publiqué en 2011 con Ediciones Atlantis. Fue una experiencia ilusionante y frustrante a la vez. La ilusión de tener una novela publicada, y la frustración de haberlo hecho con una editorial inadecuada, ya que actuó como simple impresor.
Se vendieron los ejemplares que yo pude vender. La editorial se limitó a imprimir, cubrir costes, ganar algo y nada más.
Ahora, para evitar abusos voy a auto editarme.
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LA MAÑANA
Han cantado los gallos, inquilinos atentos de la
madrugada, bocinas de la aurora, primeros bullidores del alba. Han pregonado
otro despertar, los mismos bostezos, el mismo sol. El sol, lanzado por una
perezosa catapulta, comienza a asomarse por oriente, con los ojos colorados
todavía y la zancada larga, como un redondo Rey Mago camino del Portal de la
mañana. Y salta la mañana retozona y ágil como una mirla en la maleza, y va
dibujándonoslo todo al mismo tiempo, muy fresquita, como un pez recién sacado
del cañal, como el agua de una fuente escondida entre zarzas flageladoras. Es
el amanecer. Hermosa gotera de sol que de pronto todo lo inunda. Él nos da a
luz en un parto repentino de transitoria sangre, nos sopla con mimo en nuestra
costilla de barro poniéndonos en pie y nos dice al oído palabras recién
inventadas, valientes, ribonucleicas, para que podamos echar a andar sin
dudarlo y podamos vivir -mientras sigue la vida- junto a cualquier campana, sin
que importe el tamaño de su
lengua, la distancia de con Dios, ni el repique definitivo de su melodía metálica. ¡Que suene el
disparo! El amanecer es una sandía abierta y madura con el cerebro rojo y los
corazoncitos negros que laten ¡cuidado! cerca de nuestra garganta, una sandía
tentadora y mortal lista para comérnosla.
2. Lola y sus hermanas (Capítulo segundo de la primera parte)
Sus sobrinos juegan a mentirle con las mentiras que más le enfadan. La
confunden y la engañan como a un chino aunque su buen genio, raro pero ancho como una calle sin hacer, no hay por donde romperlo. Por eso soporta no haber sido de verdad de verdad lo que tanto ha deseado. Su esperanza se esfumó por una chimenea que aunque oscura buscaba entre el hollín la luz que todas.
- Sea lo que Dios quiera -dice y cuando lo dice, se conforma.
Agustina del Amanecer ríe más que una tonta y cuando lo hace se lleva por delante a quien está a su lado con esas muecas del genio tan contagiosas, pero también sabe tener el corazón presto para echar una mano, bien riendo, con el llanto, con unas palabras o con un suspiro bien pronunciado.
Reír también es hablar y llorar también es hablar y callar también es hablar, pero cuando se habla con la risa se dicen muchas más cosas, ¡tantas cosas y tan precisas! La risa de Agustina del Amanecer lo dice todo. Terrones de azúcar para su lado desdichado.
Marianín le llama Lola desde que era un niño porque tiene cara y cuerpo de Lola, según él. Agustina es un nombre que la traiciona, al menos no le pega. Marianín tiene en la cabeza una figura de Agustina que no se corresponde con la de verdad. La Agustina que camina deprisa en su imaginación es pequeña, encorvada, arrugada de piel cual una uva pasa, y tiene manos pequeñas y escondidas y una voz bravucona y aguda como el ladrido de un perro diminuto, de esos de mano, por no decir de bolsillo. Esa Agustina viste de negro, siempre de negro, y el negro empobrece todas las caras pobres, incluso las guapas. Lleva de negro hasta las enaguas que es hasta donde él ha visto en sus pensamientos. No, no es Agustina del Amanecer la Agustina de su cabeza. Este contraste entre la persona que ella es y la que él imagina es tan manifiesto que le resulta repelente, casi insoportable aceptar a quien es por como se llama. No recuerda haber conocido a nadie así ¡menos mal! pero inexplicablemente la imagen raquítica y la voz ladradora de su Agustina mental le acompañan a todas partes. Nunca quiso pronunciar su verdadero nombre ni oírlo pronunciar. Agustina. Y por eso le puso Lola.
- Mi tía Lola es buena, la persona más buena que he conocido, le dijo un día a Cestito. Lo decía muchas veces a sus amigos.
La Lola que se tira de los pelos con Agustina en la cabeza de Marianín, es una mujer corpulenta, sana y de glúteos duros y vibrantes -alguna palmada recibieron-, animosa y amable, de voz sonora y equivalente a su presencia sin vértices ni aristas. Esta Lola sí es Agustina del Amanecer. Y le puso así para los restos. Lola.
- Lola, te voy a llevar a ver el tren.
- No seas malo hijo.
- No seas tonta tía.
Cuando Marianín se lo dice, el tren arremete contra ella sin avisar y arrolla su compostura y le deja las piernas torpes y temblorosas, y el estómago lleno de hormigas grandes, las cabezonas negras, atenazándole todas las mucosas. Agustina queda para que la despiecen y la deshuesen y la echen después muy picadita a un estanque verdoso con muchos peces grandes de colores, rojos, amarillos, naranjas, transparentes, algunos muy feos por descamados, que se los bebe el tiempo.
Ella respira y vuelve a gritar ¡que no! porque le da miedo, miedo. ¿Miedo?
- No me lleves hijo mío, le suplica.
Agustina del Amanecer, hija de la risa y de muchos misterios, quizás sólo sea uno, -¿cuál Dios mío, cuál?- teme que un día Marianín, su sobrino mayor que ya es un hombre, la secuestre de broma y la obligue a ir a la estación de verdad. Este hipotético viaje es la única idea con la que su buen humor palidece y cae desvanecido junto a ella como una sombra sustancial. Su sobrino que lo sabe y algo le divierte este estado de flaqueza, porque no comprende este miedo tonto de su tía, se lo repite de cuando en cuando porque no cree que ese sea un miedo insuperable ni incluso, auténtico, sino manías de solterona.
- Lola te voy a llevar a ver el tren.
- Dios mío, Dios mío, dice ella para su consuelo.
¿Cómo no iba a querer tanto Marianín a su tía Lola, ella que lo acaricia y le dice guapo y tantos piropos con palabras bordadas por el almíbar transparente de una saliva especial que segrega su corazón? De los ventrículos a la tráquea, respiración arriba, hasta la lengua modeladora. Voz e intención al encuentro de otros tímpanos y otro corazón, agradecidos. Agustina del Amanecer quiere así a sus cinco sobrinos porque son lo más importante de su vida.
- Al que más quiere es al pequeño, a Rubén.
- Dicen que no.
- El pequeño siempre es el pequeño, y además éste vino cuando nadie lo esperaba. Todo fue un poco raro, acordaos.
Ni el tren, ni el ancho de la calle, ni siquiera la muerte repentina que tanto gusta rondar a los vivos que la temen, conmueven su ánimo como el nombre de sus hijos, los cinco de su hermana, iguales ante su corazón grande y grasiento. Todos iguales ante su corazón, como dicta la poderosa ley de los corazones buenos.
La gente busca a Agustina porque siempre la encuentran, en su casa claro, y a Agustina le gusta que la busquen, porque vienen a hablar y a reír con ella, a escucharla y a contarle cosas que han sucedido y a anunciarle las que sucederán. A Agustina le gusta mandar recados y recibirlos, enterarse de las faltas pequeñas y de los “escándalos” aunque sean entre comillas, que guarda por cierto con el silencio celoso de una tumba. ¡Uuuuuu!
- Me ha dicho Feliciana que la sobrina de Carmen la del Tostao está en estado.
- Vaya racha.
Quizás le guste recibir visitas porque ella no visita a nadie. Su casa es su mundo, es su pueblo, es la calle y la casa de los demás. Principio y fin. Esto disgusta a veces a algunos pero Agustina no lleva cuenta de estas cosas, la risa torrencial salta por encima de todos los diques que la circundan y ahoga la voz de las malas lenguas. Agustina del Amanecer tiene cualidades para ser feliz, y ganas.
Su casa, porque ésta es su casa -a su hermana le tocaron los olivos cuando partieron- no tiene puertas. Sólo tiene puertas para los que quieren ponerlas aunque sea con el pensamiento. Aquí en su casa laberíntica abraza a todos sus visitantes y besa y acaricia a sus sobrinos, desde aquí viaja a los pueblos de al lado, sabe perfectamente cómo son porque lo ha preguntado mil veces y se lo han contado otras tantas, y desde aquí pone flores en la tumba de sus muertos más vivos. “Ay mi Carmen” dice Agustina. A su padre, gordo y bueno; a su madre, gorda y algo rara, a los padres de sus padres que conoció, y a su hermana Carmen, la mayor de las tres, que murió de golpe la noche de bodas envuelta en blanco todavía, sin aire en la mirada, con margaritas de nieve en el aliento, mostrando en las niñas redondas de sus ojos la punta blanca y encubridora del iceberg de la mala muerte.
Agustina del Amanecer lloró mucho a Carmen, primero porque se casó y después porque murió. No le dio tiempo a separar las dos penas ni a distinguir las lágrimas de los dos llantos, todo vino rápido y confundido como el relámpago y el trueno. Fue una muerte mísera como todas las muertes e inesperada como ninguna. En todo el pueblo cundió el sobresalto. -¡¡Carmen!!- Carmen era fuerte y sana, una mujer capaz de parar las envestidas de la vida, una mujer mayúscula para parir muchos hijos.
- Dicen que ocurrió mientras…ya me entendéis.
- Dicen que estaba a medio desnudar.
- Lo que dicen es que ya se estaba vistiendo cuando ocurrió.
- ¡Qué importa la ropa que tuviera o si fue antes o después! Murió de mala manera y eso es lo que cuenta.
Agustina la lloró más que nadie porque sabía que su hermana Carmen se casaba con dudas, con el corazón vuelto y, pudo ser, con la infantil esperanza de que vendrían motivos para que dejara de estar al revés. No hubo tiempo. Agustina lloró más que nadie porque dejó pasar a Carmen por su lado, la besó, guardó silencio, no le preguntó lo que tenía que haberle preguntado y la dejó ir cargada con el amargor del peso de la duda ferruginosa, y con los bolsillos, sus bolsillos, -Agustina, tus bolsillos- llenos de pañuelos porque sabías que ibas a llorar, a llorar mucho, a llorar más que nadie.
Una noche, antes de que Dios los uniera para un rato, cuando los novios se despedían en el zaguán, el mismo que después ocupara Marieste, ocurrió algo que le heló los tímpanos y le aceleró el corazón como si tuviera que mover el doble de su sangre por entonces ya multiplicada:
-¿Por qué Román?, y Román le dio una bofetada y salió. Huyó. Y Carmen entró en su casa, alegre, donde estaban todos, alegres, porque pronto se iba a casar y estaba todo preparado... Agustina guardó silencio entonces y siempre. Cuando Carmen murió la lloró más que nadie.
Al llegarle a María del Oeste la hora del zaguán, Agustina lo compartió con ella siempre que pudo, que fue siempre que quiso, aunque el novio era uno, y no era el suyo. Eso. ¿Qué podía hacer el pobre? Mas nunca le importó. Además, las manos de Agustina le gustaron siempre a este enamorado tristón, tanto, que le robaban miradas, quizá palabras. Todos sus amores prendían con la melancolía. Su trabajo de cartero le ayudaba a ser romántico, o él se empeñaba en serlo por ser cartero.
Al año escaso -enseguida hicieron las cuentas al dedillo- Román, el viudo, contrajo matrimonio con otra Carmen sin guardar un luto decoroso. Porque los nombres se repiten, sabemos que la Virgen, como en este caso, es un espejo olvidado con toda la intención junto al agua nominadora de la pila bautismal. “¿Decoroso? Pero si ya no es como antes que el luto era de tela, ahora el luto se lleva por dentro, por la sangre tal vez y su caverna. Importa lo que se siente, no lo que se hace” ¡Qué mentira más verdadera! Cuando creíamos que nuestro pensamiento o nuestro comportamiento rompía con lo de antes y era en cierto sentido revolucionario entre los demás, vino alguien una noche, casi siempre más joven que nosotros y con una goma enorme e invisible de olor a nata, borró mientras dormíamos la caligrafía innovadora que un día fijamos, que adornó, que escandalizó, que nos tachó de importantes que es el esfínter superior de la vanidad, y al despertar -¡qué dormilona es la costumbre!- nos vimos tan antiguos como todos los hombres que ya habían muerto; nos vimos como todos los vivos que nada nuevo trajeron nunca, y he aquí lo trágico, vimos que lo aceptábamos sin resistencia porque no nos habíamos dado cuenta, o es que quizás nuestra vanidad, estómago voraz al fin y al cabo, se había comido la realidad dejándonos sin nada, como cuando Agustina se quedaba sin suelo que la sostuviera. Todas las revoluciones, las grandes y las pequeñas, las íntimas incluso, mueren de utópicas o de viejas. Es la vieja costumbre de morir y dejar morir despacio. De repente nos damos cuenta que es la muerte natural. Pero despertar ahora es inútil, es imposible.
- Vaya con Román, si hasta su familia lo ha criticado.
Román dejó viuda a la segunda Carmen a los cinco años de casarse y no tuvo hijos. Murió ahogado en una charca donde no se baña nadie. Es un agua profunda y turbia, cegada de ranas y culebras todo el verano. Fue una muerte oscura, como el agua que la trajo. La vida de Román también fue siempre oscura. Una muerte oscura para una vida oscura. Justo. Dejó a una Carmen viuda y llorando. Seis años atrás otra Carmen dejó llorando a todo el pueblo. Las sentencias que dictan las lágrimas auténticas, que algo tienen también de mentira, son inapelables, y los hechos por los que se derramaron, cobran siempre su venganza.
Podemos leer ...
El sumidero se tragó su color pajizo -menos mal- y
además le trajo a vuelta de suceso el milagro de la risa para rociar de humor
verdadero los vientos salobres de su existencia. Los pechos apretados, vamos,
todas las carnes, y algo sobradas, es cierto. La calle era lo único que
quebraba el ánimo de esta chiquilla amujerada. María del Oeste, su hermana, era
igual de chiquilla que ella, tan sólo se llevaban once meses, pero no tan mujer. María del Oeste era frágil
como un atardecer de invierno, de carnes enjutas y mirada de alfiler.
- Qué ojos tan bonitos tiene mi Marieste.
Agustina del Amanecer
Agustina es el personaje central de La desobediencia de los significados. Es una persona ficticia totalmente, aunque tiene algunas referencias de una mujer que conocí hace muchos años en Castilleja de la Cuesta (Sevilla)
No se muy bien qué razones existen para que incorporemos algunos trazos de una persona real determinada en un personaje literario. Los personajes hay que hacerlos despacio, poco a poco. Se alimentan como criaturas de lo que va sucediendo, y como criaturas dan todo lo que tienen al relato. Las personas que recordamos están hechas, acabadas como patrones de un personaje. La incorporación de su personalidad a la de aquel que estamos creando no es de golpe ni es total. Puede que algunas cosas encajen y otras no. Por eso es difícil construir una persona en la ficción. Creo que se consigue, haciéndolo despacio y con buena letra.
A medida que el personaje está más acabado más autonomía tiene y, a mi modo de ver, más fácil es tratar con él como narrador. Lo conoces, sabes cómo piensa, cómo actúa y todo ello nos allana el camino.
Creo que cuanto más fácil llega a ser la convivencia con él como autor, más conseguido está como persona y, por lo tanto, como personaje.
En este sentido, Agustina del Amanecer fue una excelente compañera en la historia de La desobediencia de los significados. Creo que llegó un punto en la novela en el cual era ella la que me dictaba.
He vendido algunos ejemplares en la Feria del Libro de Sevilla. Que un desconocido se lleve un ejemplar es una emoción difícil de explicar. No es un objeto, que también, en su sentido más elemental. Una novela es una idea muy personal de una historia, unos personajes y unos hechos. Escrita con absoluta libertad, pero que queda expuesta a la opinión, libre también, de lectores absolutamente desconocidos. El impacto íntimo que produce que alguien se interese por lo que uno ha escrito es equiparable a la toma de conciencia de que formas parte de la historia que has hecho pública, con la que te sometes al dictado del parecer inapelable de los demás. Formar parte de los lectores como un personaje más, tan desconocido como los de tu obra, es un juego de alto riesgo que gusta y compromete. Que se diluya o no en sus vidas no depende ya de mi.
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