Cianuro en la lengua

(artículo publicado en sevillainfo.es)

 

No soy gramático. (Del lat. grammatĭcus, y este del gr. γραμματικός 

grammatikós; la forma f., del lat. grammatĭca, y este del gr. γραμματική 

grammatikḗ) Ni soy lingüista (Del fr. linguiste, y este der. del lat. 

lingua 'lengua'.) Ni lexicógrafo (Del gr. λεξικόν lexikón 'glosario' y ‒́grafo.) Ni técnico en sintaxis (Del lat. tardío syntaxis, y este del gr. σύνταξις sýntaxis, de συντάσσειν syntássein 'disponer conjuntamente', 'ordenar') Creo que es suficiente.

 

Como digo, no soy nada de esto, pero aprendo y cumplo con las reglas de mi idioma materno (no paterno, materno). Y lo respeto. Estoy tranquilo porque hay sabios que se encargan de mantenerlo, depurarlo y fijarlo; de cuidar su evolución según normas técnicas, lógicas, heredadas, complejas, meticulosas, que lo hacen una lengua viva, hermosa y científicamente armada y programada para aguantar los embates del paso del tiempo y de la toxicidad de términos contaminantes. Respeto a los que saben de mi idioma, como respeto el diagnóstico y el tratamiento de un médico sobre alguna dolencia que me aflija. Con la excepción de que me dé cuenta de que me ha recetado cianuro en el café. Mi sentido común lo rechazará porque o es producto de un error o es constitutivo de un delito de asesinato en grado de tentativa.

El idioma es el milagro de la decantación a través del paso del tiempo -a veces, siglos- de la necesidad humana de comunicarse con signos (escritura) y convertir en sonidos esos signos (fonética). Es un proceso lento y largo, cuyo actor principal es la propia humanidad, porque somos las personas las que necesitábamos -seguimos necesitando- la lengua, los idiomas, para entendernos y desarrollarnos.

Este proceso en continua evolución, desgraciadamente, ha encontrado en nuestro país algunos iluminados que se dedican a poner cianuro en nuestra lengua, pero vemos que no es producto de un error involuntario, sino que es una estrategia deliberada y sostenida en aras de no sé qué cuitas inclusivas. Lo grave de este asunto es que las gotas de cianuro las van poniendo sobre nuestra lengua personas que no son gramáticos, ni lingüistas, ni lexicógrafos, ni expertos en sintaxis, sino cuatro aprendices de sátrapas que ni les corresponde ese ejercicio ni les pagamos para ello.

La lengua es autónoma. Es libre. No es de nadie (como decía, ridículamente, la Calvo, del Presupuesto; ¡pobre!) La lengua es, eso sí, del pueblo, de su necesidad, de su creatividad, de su espontánea anarquía, de su tendencia al orden y método para poder entenderse y comunicarse lo mejor posible. No necesitamos “inventores de palabras” como decía Cela en La Colmena.

He comenzado este escrito transcribiendo la etimología de algunas palabras. Queda uno asombrado del remoto origen y de los vaivenes de su largo viaje hasta nuestros días. Viendo las vicisitudes de las palabras, ¡no se les cae la cara de vergüenza a estos ministrillos al querer, casi que, por decreto, implantar términos absurdos como si ellos fueran sabios griegos o romanos, hijos de los oráculos de los dioses, sin observar que una palabra no es una simple ocurrencia sino el resultado de muchos intentos gráficos y fonéticos, a través de los siglos, de muchas manos y muchas bocas, a veces, hermosamente onomatopéyicos, divinamente caprichosos! Los políticos no son los padres de las palabras, ni de los géneros, ni de los neologismos, ni de las mayúsculas, ni de las minúsculas, ni de las reglas, ni de las esdrújulas, ni de los monosílabos estrambóticos, ni de las apocopadas. Un idioma es libre. Intentar atraparlo con reglas forzadas, extemporales, ridículas, a conveniencia de un pensamiento político o de clase o de género por intentar cambiar en cinco minutos lo establecido por los siglos de los siglos es inútil, porque las palabras, las sílabas, el sentido de ellas, sus significados, se escaparán de la cesta de mimbre, que el mentecato pone en la corriente del río de la comunicación humana, por la estrecha luz entre los huecos de las varetas como se escaparían los peces pequeños en busca del mar.

La primera diputada en los Comunes -Lady Nancy Astor- le dijo una vez a Churchill, “si fuese usted mi marido le pondría cianuro en el té”. A lo que el mandatario anglosajón contestó, “si fuera usted mi esposa, me lo tomaría”. No voy a llegar a tanto y como usuario del idioma español, rico e incomparable, joven y sabio, popular y culto, libre y selectivo, no claudicaré ni siquiera ante la ironía del primer ministro, porque no dejaré nunca que me pongan ni una sola gota de cianuro en mi lengua. Da igual que esté tomando té o café.

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