G.R.A.S.A.
Julio R. Carmona Limón
PRIMERA PARTE: Ellas y ellos
Cosa de niños
La noche que corrió a la cama de su
criatura alarmada por los extraños gritos del niño y se sentó a su lado para
consolarlo de una crisis —sería
seguramente— de terror infantil creyó que no era más que un trámite doméstico y
maternal, esporádico como todos los miedos nocturnos de tantos niños. No fue
completamente consciente de que en aquel momento comenzaba —¿o fue antes?— uno
de los episodios más repetidos y a la vez más inciertos de su vida, consecuencia
fantástica de todas las guerrillas vitales que la marcaron en el amor, con lo
que de feliz tuvieron y con lo que, digámoslo todo, tuvieron de amargas. En la
penumbra de la habitación ganaban los oscuros sobre los claros. Ya dentro se
escuchó de su boca:
-
Ya
está, tonto. Aquí está mamá. ¿Qué te pasa?.
El niño se había sentado en la cama
después de gritar reclamando a su madre. Estaba como perdido. Según la
pesadilla vivida, aquella cama se había caído al vacío para aparecer instantes
después en una sala muy grande en la que había un hombre sentado de espaldas
frente a una chimenea encendida. No se le veía ni las manos ni los pies ni, por
supuesto, el rostro. La madre le preguntó un par de cosas, más que nada con la
intención de tranquilizarle pero él no contestó y volvió a quedarse dormido en
sus brazos. Cuando ella sopesó la dureza del sueño y estuvo segura de que el
llorón descansaba otra vez a merced de la imparcialidad de la noche lo dejó
caer sobre la almohada de presunciones, sonrió y le dio un beso en la mejilla
mientras lo contemplaba felizmente, segura de que nunca más los volverían a
separar; segura de que la piel calentita que rozaron sus labios, irradiada por
el miedo, era tan cierta como la suya; tan cierto aquel como su propio miedo.
Volvió al salón y acomodándose en el
sofá de color crema siguió viendo la televisión, dando saltos de la mano del
mando. Acabó en un documental sobre el final de la Segunda Guerra Mundial.
“Siempre hay imágenes inéditas. Parece como si la Segunda Guerra Mundial hubiesen
sido muchas guerras. Como si no se hubiera acabado todavía>> —pensó. El cansancio la estaba rindiendo, sin embargo
la dureza de aquellas imágenes, en blanco y negro, mostrando edificios
derruidos, personas esqueléticas sin signo de pudor por la indigna desnudez a
la que estaban siendo sometidas, las gratificantes —perdón— agresiones de
venganza, el puro incombustible de Churchill, parecían alargar su resistencia.
“¡Maldita guerra eterna!” —se dijo. Sí, también ella fue derrotada pero por el
sueño. Despertó al rato con la voz gritona de una señora con pinta de falsa
bruja echando las cartas adivinatorias del tarot en un canal de televisión
incontrolado. “Cómo puede haber personas que pierdan el tiempo y el dinero
participando en estas patrañas y además que tengan el valor de creérselas”
—pensaba. Apagó el televisor, se levantó y fue a la cocina. Cogió un yogur
natural del frigorífico y tropezó de nuevo con su manía de mirar la fecha de
caducidad (27—11—2010). Se lo tomó con cuchara sopera porque no había ninguna
limpia de postre. En aquel momento, aunque hubiese estado caducado, también se
lo habría comido porque le asaltó un deseo irrefrenable de zamparse un natural.
Hasta un ministro ha dicho que si no han transcurridos muchos días, no pasa
nada por tomar algunos alimentos caducados. <<¡Gracias señor ministro
pero no nos ha confesado cuántos alimentos caducados se come usted!>>.
Leyó la composición del alimento y dijo ronroneando aquello que siempre decía
de si esto es natural yo soy la Virgen María.
Después de tomarse el lácteo repasó
algunas de sus pesadillas infantiles —la terrorífica caída al vacío, la
presencia inquietante del hombre con capa negra en la oscuridad, la angustiosa
y desesperada huida imposible a cámara lentísima— y se sonrió del poder de la
ingenuidad. Se durmió enseguida. Al día siguiente recordaría que había soñado
con Pastor. <<Bien, pero esto no fue una pesadilla sino todo lo
contrario; siempre era un sueño placentero>>. Sí siempre fue un sueño muy
placentero.
“Pastor —recordó— se acercó a la mesa
donde estaban y preguntó al grupo de chicas, mirándola a ella, si podía
sentarse. El alboroto de risas cesó súbitamente y se hizo un silencio de
iglesia parecido al del momento en el que sale el sacerdote, que aprovechó para
decir que no les había mandado callar sino que había pedido permiso para tomar
asiento. Entonces las bocas de todas ellas explotaron con el aire comprimido de
la risa y de las palabras no pronunciadas y la suma de todo lo que se les
escapó de entre los dientes y los labios, queriendo o involuntariamente, multiplicó de nuevo la ligera algarabía hasta
que se formó otra vez un ambiente de jocosa discordia que hería con cierta
descortesía el respeto debido al chico que quería agregarse. Pastor, ni corto
ni perezoso, se sentó junto a la chica que había empezado a mirar fijamente
desde que se acercó al grupo, de lo cual, todas ellas, también se habían dado
cuenta. El hecho intencionado del muchacho quedó refrendado ahora porque el
grupo la miraba descaradamente tratando de adivinar cuál sería su
comportamiento inmediato ante aquella sentada sin autorización de un chico
guapo y bien plantado que ninguna conocía. La chica elegida sintió ruborizarse.
Las miradas amigas le dieron mucho calor. Los latidos adosados del intruso le
quitaban oxígeno. El vuelo colibrí de un pájaro invisible se columpió
repetidamente por las ramas del árbol frondoso de la risa incontrolada que le
había crecido mágicamente en el estómago hasta que se posó, vivaracho y
cantarín, en la cogolla roja de sendos corazones. Él declaró en voz alta que se
llamaba Pastor, utilizando un tono con el que trató de animar a las demás a que
dijeran el suyo pero ninguna lo hizo, excepto ella. “Soy María” —dijo— y,
aunque un poco avergonzada, se sintió satisfecha de haber correspondido según
las normas de la buena educación. “Me encanta el nombre de María, —dijo él—
creo que es el nombre natural de la mujer” —y todas rieron tapándose la boca y
algunas los ojos. María tomatizó de
nuevo su semblante y, mientras lo miraba fijamente, supo que dejaba al
descubierto un poco de la vergüenza que sentía por dentro. “Pastor es apellido
no es nombre” —añadió una de las chicas, toda una exégeta de los chascarrillos
y anecdotario convencionales. El muchacho la rectificó sin complejos diciendo que
en su familia Pastor había pasado de apellido a nombre, seguramente —apostilló—
porque algún antepasado habría hecho méritos ante el poder para hacerse
acreedor de tal validación. La mirada repleta de mensajes entre ambos —María y
Pastor— selló la explicación y algo más. Entonces Pastor con delicadeza y
valentía rozó la mano de la muchacha con el reverso de la suya —las pieles
estaban gomosas y calientes— cuando ambas se habían dejado caer, una en busca
de la otra, al abismo íntimo que se abría entre sus cuerpos adyacentes.
<<¿Adyacentes?>> Adyacentes he dicho.
Este era un sueño —soñar con Pastor—
que la buscaba muchas noches, seguramente porque la sabiduría de la
inconsciencia lo traía a sus sábanas para disfrutar. Pastor era rubio como el
cañaveral seco de cualquier arroyo. Vino también la noche siguiente. ¡Vino
tantas!. Y la noche siguiente, como siempre, el niño se fue sin protestar a la
cama a su hora y su madre se quedó leyendo el periódico en el salón con la
televisión encendida. Estaba cansada. Un día ajetreado. En el trabajo había
tensión. En su vida había tensión. En su soledad y en su intimidad había
tensión. No es fácil convivir con un hijo extraño y a menudo desobediente. Bajo
el influjo del humo embaucador del sueño siguió leyendo el artículo que había
dejado a medias esa mañana por falta de tranquilidad para entrar en él. Un
periodista escribía sobre un tema inquietante. El titular hacía barruntar la
tragedia: Nos faltan once gorditos.
Medialupa. Miércoles, 28 de
noviembre 2010.
Nos faltan once gorditos. RAMÓN
CRIM.
La
desaparición de niños vuelve a saltar a primera plana como lleva haciendo, por
un motivo o por otro, desde hace tiempo en nuestra ciudad. Es un asunto
incómodo porque las desapariciones no son aconteceres espontáneos o fruto de la
fatalidad sino que por las extrañas circunstancias que las rodean me atrevería
a decir que más bien son la consecuencia de una planificación interesada. ¿Por
quién? ¿Para qué? Por eso no voy a hablar de estas desapariciones como hechos,
seguramente ilegales, en sí mismos sino que las abordaré como episodios que
tienen una conexión causa efecto con otro hecho singular en esta ciudad. Me
estoy refiriendo a la baja tasa de obesidad infantil cuando las estadísticas
nacionales apuntan hacia una tendencia creciente en el número de niños
“gorditos”.
Por
razones de la casualidad y que ahora no vienen al caso he sabido que la mayoría
de los niños desaparecidos en el último año en nuestra ciudad eran obesos. La
pregunta es obligada, ¿hay conexión entre la baja tasa de obesidad infantil con
estas desapariciones denunciadas, aunque escasamente atendidas por las
autoridades policiales y políticas? Y otra más ¿es posible que hayan habido…
La mujer luchaba contra el sueño con
todo el interés que le había despertado la noticia pero no avanzaba del mismo
renglón que quedaba sobre la mitad de la columna como un muro infranqueable.
Había leído lo mismo más de diez veces hasta que se sobresaltó por los gritos
del niño. Fue a su habitación y lo encontró sentado en la cama llorisqueando.
“Ya está aquí mamá. ¿Qué pasa? Tranquilo solo estás soñando —le decía abrazada
a él. ¿Qué soñabas?” —volvió a preguntarle. El niño se tranquilizó con el
contacto y las palabras de la madre y volvió a quedarse dormido como un cachorro
de perro que acaba de removerse un poco en su territorio mental sobre la
circunferencia de trapo.
El hombre sentado de espaldas frente
a la chimenea estaba fumando. No le veía ni las manos ni los pies ni la cara
pero sí se dio cuenta con claridad de que el humo del cigarrillo o del puro
ascendía en contorsión caprichosa por encima de su cabeza. También podría ser
humo de pipa. El niño, antes de volver a quedarse dormido, tampoco contestó a las preguntas de su madre,
probablemente porque el miedo que le trajo la pesadilla sucumbió a la fuerza e
inmediatez del sueño. La madre volvió al salón y terminó la noticia que había
dejado a medias.
Medialupa. Miércoles, 28 de
noviembre 2010.
Nos faltan once gorditos. RAMÓN
CRIM.
Y
otra más, ¿es posible que hayan habido más desapariciones en los lugares de alumbramiento de
esta ciudad que, tras haber sido camufladas por personal sanitario las
circunstancias reales de cada caso, no se hayan denunciado?
Personalmente
me he entrevistado con cinco de las familias afectadas. En todas el
desaparecido era un niño “gordito”. Tengo apalabradas otras seis entrevistas
con otras tantas familias que creen que detrás de la ausencia forzada de sus
hijos están sucediendo cosas raras —por supuesto secretas—que no alcanzan a
comprender.
La
policía declara no tener constancia de todas las desapariciones referidas
además de escudarse en que son casos de disputas familiares e incluso de
secuestros por parte de alguno de los progenitores. Las autoridades políticas
locales dan la callada por respuesta.
Pese
a que no parece existir ninguna investigación oficial en curso este periodista
seguirá con la que este periódico ha puesto en marcha. A partir de este momento
me comprometo con la audiencia de este periódico a seguir trabajando para
intentar llegar hasta el final y esclarecer estas desapariciones vergonzosas en
pleno siglo XXI. Intuyo que, además de mi recto compromiso con los lectores,
voy a necesitar suerte.
La que no tuvo. ¡Pobre!
Era la primera vez que tenía noticia
de algo así, avalado lo cual, además, con aquellas pesquisas tan contundentes.
Sí sabía lo de la baja tasa de obesidad infantil en la ciudad pero le
estremeció bastante que alguien, un periodista, cosiera un hecho y otro con la
intención de establecer una relación de causalidad entre ambos, entro otras
cosas porque esta mujer tenía consanguinidad con algunas personas que formaban
parte del gobierno de la ciudad y de la dirección médica de alguna institución
sanitaria importante de la misma. Una relación, no obstante, pobre y distante
aunque el vínculo familiar existente era de primer grado, sin embargo ciertos
hechos desgarradores del pasado la llevaron a salir de su casa y de la familia
que, hoy por hoy, capitaneaba los asuntos importantes, políticos y económicos,
que regían la vida cotidiana de esta ciudad.
Este periodista debió de saber que su
noticia podría alarmar a la opinión pública y en cierta medida creó
expectación, sin embargo la promesa con la que cerraba el artículo que suponía
un compromiso personal con el seguimiento de aquella información espeluznante
se diluyó como un grano de sal en la lengua. Ramón
Al día siguiente, ya en la calle, le
preguntó a su hijo, mientras lo llevaba al colegio, si se acordaba del sueño
que había tenido esa noche. El niño no respondió, seguramente por su incipiente
instinto de crueldad infantil, al advertir
que ella tenía mucho interés en el asunto. Pasados unos instantes preguntó
a su madre que si el humo del cigarrillo era diferente al del puro y al de la
pipa. Vamos que si el color o el perezoso movimiento del humo podrían por sí
solos determinar qué clase de tabaco estaba prendido en la boca de alguien a lo
que la madre contestó que no sabía pero que por el olor sí era relativamente
fácil identificarlo. “Sí pero yo no soy fumador” —podría haber dicho el niño.
“¿Por qué preguntas eso?” —le formuló la madre mientras intentaba con
movimientos de cabeza en todas direcciones meterlo en el espejo retrovisor
interior del coche sin conseguirlo. ¿Dónde estaba el jodido niño que no lo
encontraba? ¡Ni que fuera invisible! Tampoco hubo respuesta para ella y
desistió. Llegaron al colegio y se despidieron rápidamente. Aquella mañana la
niebla que había huía rauda ante la mirada de un sol potente.
Mientras se dirigía al trabajo la
mujer llamó con el manos libres a su amiga Teresa para preguntarle si sus hijos
tenían pesadillas. “Supongo que sí. Todos las hemos tenido” —le contestó la
amiga, la cual aprovechó para
preguntarle que si se verían el viernes. “No lo sé” —le dijo. “No
deberías faltar” —le recalcó Teresa. “Ya veremos” —dejó caer ella. Se
despidieron. “Adiós guapa”. “Adiós buenorra”. Se
rieron juntas.
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