La muy legal memoria histórica y democrática
Perico el de los
Palotes estaba de vacaciones en su pueblo, del que había emigrado su familia
hacía muchos años. Un día de aquel caluroso agosto salió en bicicleta,
temprano, con un amigo del pueblo para recorrer juntos los andurriales de su
infancia, tan lejana, tan hermosa en los recuerdos, tan distintos aquellos a
como estaban fijados en su memoria. Después de estar una hora pedaleando,
pararon a descansar en la sombra de una encina enorme en las afueras del
pueblo. Hablaron de cuando niños querían abarcar su grueso tronco con los
brazos abiertos y encadenados de varios amigos. Durante un silencio reparador,
vieron que un conejo salía de una madriguera a pocos metros de ellos. Tambor
al verlos volvió a esconderse. Perico el
de los Palotes se acercó corriendo y le propuso a su amigo intentar capturar al
animal como cuando eran pequeños. “¿Cómo?” -le preguntó. “Yo guardo la boca
mientras tú vas al pueblo a por un azadón y una pala” -propuso. “¡Anda ya, con
el calor que hace!” -protestó el amigo. “Nos entretendremos. Aquí hay poco que
hacer. Los niños disfrutarán con el animalito” -argumentó. Al poco rato volvió
con las herramientas y un grupo de colaboradores espontáneos, hombres, mujeres,
aburridos y curiosos. Comenzó la excavación. Se iban turnando. Se secaban el
sudor. Bebían el agua que habían traído. Aquello se puso interesante, pero el
conejo no se veía por ninguna parte. Había pasado ya media hora cuando llegó
más gente. “Hemos sabido que habíais venido de conejos. Y hemos dicho de
echaros una mano. Para entretenernos” -dijo un improvisado portavoz. Todos
rieron. Pronto les entró a todos el desánimo, no es fácil capturar un conejo en
mitad del campo. Seguramente habrá huido por otra boca. Cuando iban a abandonar
la excavación, el que cavaba enganchó el azadón en algo. Tiró con fuerza,
volvió a tirar y sacó a la vista algo extraño. Todos se quedaron mirando en
silencio. Aquello que acababa de salir de debajo de la tierra eran huesos.
Aparentemente parecían varias costillas ensambladas a otro hueso que podría ser
el esternón. El que cavaba se retiró rápidamente de la fosa. Perico el de los
Palotes se acercó a los restos, se puso en cuclillas y dictaminó
categóricamente que aquellos huesos podrían ser restos humanos. “Todos atrás.
Habrá que llamar a un médico forense” -dijo. “Aquí no hay de eso, hombre. ¡No
has visto tú películas!” -agregó otro. Uno de los más mayores que vino de
segundas añadió, reflexivo, que siempre había oído decir que en la guerra
habían fusilado y enterrado a gente junto a aquella encina grande y solitaria,
a lo que otro le contestó que lo que él había escuchado a sus abuelos es que
los paseíllos los daban justo por el otro lado del pueblo. “También -opinó
otro-, pero aquellos paseíllos fueron los del comienzo de la guerra, los que
daban los republicanos. Ya sabéis que nuestro pueblo cayó en zona roja. Cuando
acabó la guerra, los nacionales los paseaban por este otro lado y es posible
que alguien haya escuchado que los fusilaban y los enterraban por aquí”. “Ya
estamos con los paseíllos. Dejaros de historias y vámonos para el pueblo a
tomar cervezas”. “Ni hablar -dijo, levantando la voz, Perico el de los Palotes.
Hay que llamar a la guardia civil para que se haga cargo de la vigilancia de
estos restos. Estamos obligados por ley a hacerlo”. “Claro, como siempre estás
con que los fascistas mataron a familiares tuyos, te crees que los huesos esos
son de alguno de ellos. ¿Estás tonto o qué? ¡A saber de quién sean esos huesos!
Yo me voy para el pueblo. Os espero en el bar de la plaza” -sentenció el
orador. Pero nadie se movió. Y él, después de dar unos pasos, se detuvo. “Es
verdad lo que dice Perico el de los Palotes, la ley es la ley. Hay que llamar a
la guardia civil”. El que fue a por las herramientas volvió a acercarse al
pueblo a avisar a la benemérita. Cuando regresó, venía acompañado de un buen
pelotón de vecinos. La cosa prometía y nadie quería perderse la gestión del
hallazgo y menos si iban a intervenir las autoridades. Entre los recién
llegados venían varias personas mayores que quizá podrían arrojar algo de luz
al dilema que acababan de desenterrar. Al ser preguntados, uno de ellos, tomó
la palabra con calma y ponderación. “Todas estas tierras, las de aquí y las del
otro lado del pueblo y todas las que lo rodean se han arado y cultivado muchos
años, aunque ahora no haya nadie que lo haga. Aquí quedamos cuatro gatos. No es
fácil que ahora salga a la luz lo que lleva enterrado ochenta años. Sé que más
de una vez, hace ya muchísimos años, han aparecido muertos y se han enterrado
como dios manda, de lo que se hizo cargo siempre el ayuntamiento, pero nunca
nadie ha sabido a qué vivos pertenecían. Tampoco nadie los reclamó” -razonó el
hombre. “Tú que vas a decir -saltó otro. Los que ganasteis aquella guerra, los
fascistas, pusisteis menos muertos que nosotros. Si ahora una ley dice lo que
hay que hacer con ellos, pues habrá que hacerlo, ¿no?” -habló otro un poco más
acalorado. “Oye sin faltar. Fascista serás tú. Piojoso, que toda tu familia no
sois más que unos piojosos”. El ambiente se calentó. Espontáneamente se
formaron dos grupos que, con vehemencia, se insultaban entre sí. También hubo
empujones. “Fascistas de mierda”. “Comunistas. Ladrones. No sabéis mas que
insultar”. “Y vosotros robar”. De pronto, sin que nadie se hubiera percatado de
nada, uno de los últimos que se sumaron al evento le dio un golpe a otro en la
espalda con la pala, con tal fuerza que el astil se rompió y el pobre hombre
cayó de frente encima de los huesos descubiertos. Los insultos y los empujones
se recrudecieron. Menos mal que esos momentos llegó una pareja de la guardia
civil y puso orden. “¿No os da vergüenza?” -gritó el cabo al mando. “¿Qué es lo
que está pasando aquí?” -preguntó a uno que parecía más calmado.
En ese momento
llegó al lugar un cabrero con su rebaño y al ver los ánimos crispados ordenó a
sus cabras que pararan y él se puso a escuchar. El hombre que fue interrogado
por el cabo le explicó lo sucedido mientras otros habían sentado al apaleado y
trataban de reanimarlo. El cabrero, sentado en su cayado, empezó a reír como un
descosido. El cabo, iracundo, se volvió hacia él y le reprendió el gesto. “¿Le
parece gracioso que se haya descubierto un cadáver y que estos buenos vecinos
peleen por él?”. El cabrero contuvo un poco la risa y habló. “Claro que me
parece gracioso, pero muy gracioso. Eso es un cadáver, efectivamente, pero de
una cabra que enterré hace casi un año. No supe de que se había muerto y decidí
enterrarla para no tener que dar explicaciones a los de sanidad; hace seis años
me mataron a todas mis cabras para cortar, me dijeron, una epidemia de no se
qué. A mi no me vuelve a matar una cabra nadie, cabo”. Algunas sonrisas como
muestra de aceptar deportivamente el ridículo colectivo. Hubo disculpas,
abrazos. Muchas caras de incredulidad por lo sucedido. El cabrero se acercó,
escarbó un poco más y sacó la cabeza cornuda de su cabra muerta. La encina
grande se quedó sola otra vez, como estuvo en la guerra, y mucho antes de la
guerra. Así había estado siempre, viviendo bajo el dictado de las únicas leyes
que conocía: la ley de la paz y la de la paciencia.