1. Agustina y el revisor del tren
Agustina del Amanecer nunca ha visto el tren, aquel
-y ninguno- que puso un ministro y a cuya inauguración por cierto no llegó
porque ya no lo era, y que quitó años después un Gobernador Civil aficionado a
las perdices, a los negocios y por supuesto a la justicia y al orden con una
incorregible inclinación a confundir una y otro y a instigar su ejercicio
implacable y ciego en las personas que recibían sus órdenes y sus consejos.
Aquel que tanto le gustaba a Rubén y que por su contemplación mentía antes de
marcharse -tan niño como era- al fondo del mar, seguramente el mismo día en el
que también lo hizo el poeta al que un pez vivo le comió el pesquis. Aquél en
el que venía y se iba, antes de desaparecer, el juez de la simetría durante la
temporada en la que empezó a preguntar por algunos muertos del pueblo al cabo
de la Guardia Civil, antes también de que el mando benemérito se zambullera
trágicamente desde una ventana de su Cuartel en el opulento mar de los pobres,
ese mar desobediente a su manera, sabroso, de creación lenta y silencioso.
Aquél sobre cuyas vías no despertó a tiempo...este... ¡en fin! ya me acordaré
de su nombre, mientras lo esperaba para doblar los hierros que de vez en cuando
llevaba a su robusta dentadura para trazar sus inventos. Ese día, dormido o
traspuesto, imaginaba, con la fuerte realidad que imprime el deseo, mujeres
hermosas y en cueros que es como más le gustaba imaginarlas porque es como más
gustan. Estricta imaginación inguinal. Más que el tren lo atropellaron sus
sueños. Aquél que tanto vio y tantos vieron, menos Agustina. Aquél que no es
otro tren que ninguno, seguramente. Aquél que es éste, del que vamos a hablar
antes de que se lo lleven después del último diciembre.
Agustina del Amanecer nunca ha visto el tren.
Agustina del Amanecer nunca ha visto el tren porque siempre fue una niña con
mal color de cara, quejosa, a la
que sus padres preservaban de la calle para evitar tentar a los virus de otros
niños, si bien a este angelito no le tiraba mucho el reclamo tan alborotado del
juego callejero. La palidez le cruzaba la cara de oreja a oreja y le empujaba
para los adentros. Para los de su corazón latiente. Para los de su casa
interminable. A Agustina del Amanecer no le ha gustado nunca salir a la calle.
“Dilo Agustina”
Venida a mocita seguía cruzando patios y azoteas
entre geranios y enredaderas sin oler más flores que las que abrían en las
macetas y arriates de su casa, topándose a diario incontables veces con su
sombra fragmentada. La vergüenza era su guardián y la calle -longaniza
interminable que ata el paladar de todos los zaguanes-, si se paraba a
pensarlo, un mal trago y un mal bocado que siempre evitaba. “Esa niña que no
sale, que no pisa la calle, ¡que no la pisan!”.
¡Cuántas tardes ha estado la calle sin Agustina! La
cuerda de la comba que azotaba en perfecta elipse la tierra, a coro las niñas
“A dónde vas culona con tanto culo...” teniendo que aguantar a veces la
valentía pueril de un intruso que empujaba a la saltarina o robaba la cuerda.
El grupo de chiquillos lo esperaba jaleador y expectante para felicitarlo. “Por
poco te echa el guante Marieste”.
¡Cuántos días aquella Agustina en la sala de estar
entretenida con las musarañas, desde donde escuchaba el griterío sin atreverse
a más! ¡Cuántas lunas llenas -de tierra- se perdió sobre la cal blanca de las
paredes, cuando los balones polvorientos y jubilosos iban y venían
incontrolados a estrellarse contra aquellos pequeños cielos enjalbegados, tan esmeradamente cuidados,
como cometas juguetones sin cola, todavía!
¡Cuántos momentos, Agustina, sin estar tú! ¡Cuántos
días sin que nadie te esperara fuera, en la calle! No contabas. Sólo te
alimentabas de cuentos, que sí que alimentan, pero que no te dejan en la piel
ni tan siquiera una pobre cicatriz. Tu abuela te los leía y te los contaba porque
también a ella la defendían de la soledad, por eso quería que te quedaras,
porque en la calle -te decía- no
hay más que demonios.
El mal color de cara se le cayó un día por el
sumidero del patio grande mientras regaba las macetas y le vino de pronto a la
piel los colores saludables y las carnes precisas a su armazón de pollo de
perdiz. Se convirtió en una mujer con más sombra.
- Ayer oí decir a mi madre que había visto a Agustina
y que había desarrollado una barbaridad.
- ¿En la calle?
- No, en su casa.
Entonces que sus carnes la delataran, y que sus
movimientos y posturas arremetieran contra la inocencia que aún le goteaba,
queda su intención, siguió con su media clausura, sin que se le advirtiese
razón clara, ni fuerte ni débil, o enfermiza para ello. Obediente su miedo.
Deslenguada su alegría. Agustina del Amanecer quería vivir así, andando
remolona detrás de la vida. Le gustaba la gente, romper despacio la corteza
elástica de la confianza. Comer del sabroso y denso amarillo que encontramos
debajo, como si fueran natillas. “Se acabaron los cuentos” “Eso lo veremos” “La
vida es un cuento real que alguien nos cuenta con exactitud esclavizadora para
inmediatamente después obligarnos a vivirlo”. Ella lo sabía, igual que sabía
que no podía hacer nada por cambiar esas cosas porque no se atrevería. Quizás
no le importara que cambiasen. ¿Para qué desobedecer entonces?
¡Ay la calle! La calle para ella era muy ancha, era
más bien un más allá, tan cercano como cierto, que para ir a él nunca se sentía preparada. Cuanto más allá
más acá. Cuanto más acá más allá. Siempre que salía a la calle se quedaba sin
suelo para poner los pies, y estos se le hundían hacia un fondo infinito que no
veía pero que allí estaba apoderándose de ella, tragándosela desde las plantas
de los pies hasta la flor roja de sus labios. “¡Uy que cosa me entra!”, decía
para sí, y corría hasta la puerta de su casa y a veces sin detenerse se
adentraba hasta alguna apartada habitación, respiraba oscuridad y comenzaba de
nuevo a sentir que tenía los pies en el suelo, que le tarareaba el corazón. Que
tenía manos para tocar y hacer muchas cosas y que tenía risa suficiente para
vivir mucho tiempo. Observaba el brillo, asfixiado por la penumbra, de las
losas rojas del suelo, y así que resolvía rápidamente un no se qué en su cabeza -caprichosa Agustina-
volvía a salir al campo abierto de
la sala de estar, incontroladamente servil, y la emprendía a bromas con el
primero que encontraba por allí.
- Déjame Agustina.
- Deja a la abuela, Agustina. Bien podías irte un
ratito a la plaza con tu hermana, hija.
El sumidero se tragó su color pajizo -menos mal- y
además le trajo a vuelta de suceso el milagro de la risa para rociar de humor
verdadero los vientos salobres de su existencia. Los pechos apretados, vamos,
todas las carnes, y algo sobradas, es cierto. La calle era lo único que
quebraba el ánimo de esta chiquilla amujerada. María del Oeste, su hermana, era
igual de chiquilla que ella, tan sólo se llevaban once meses, pero no tan mujer. María del Oeste era frágil como
un atardecer de invierno, de carnes enjutas y mirada de alfiler.
- Qué ojos tan bonitos tiene mi Marieste.
Agustina guarda entre las palabras sus lindas manos.
María del Oeste jugaba incansablemente, con niñas,
con niños, sola. Le gustaba la calle. En los juegos era la que más corría, y
más que muchos niños. Corría tanto porque tenía bicicletas en el vientre. El
timbre en la garganta. La cara de María del Oeste era graciosa. Cuando de niña
se tiene la cara graciosa, de joven se es guapa, y así ocurrió con esta
criatura que de haberle acompañado algo más las carnes hubiese sido una mujer
de banderas. “Es poquita cosa pero muy guapa”. “Tiene las mismas hechuras que
su abuela Carmen”. María del Oeste es elegante como una cinga* nadando sobre el agua de una charca transparente.
Agustina del Amanecer es voz y risa, suelta las
palabras con agilidad, y sabe decir y callar como una mujer cabal y ocurrente.
Es madre de sus cinco sobrinos. En especial, madre de uno a su manera, por eso
dicen cosas de ella, que las tapa con celo, dicen, porque dicen que sí que
sucedieron. No ha pisado el altar. Todo el que sube al altar puede caerse. No
es esposa de nadie. Es una vecina que casi todos buscan, que disculpa siempre
los tonos estridentes del roce cotidiano y desempolva las sensaciones muertas,
a veces dormidas, para
*Culebra de agua
echarlas a andar de piel en piel y de corazón en
corazón para emoción y
recuerdo de todos. Los vecinos deben ser amigos o
hipócritas, de lo contrario habremos puesto al rescoldo huevos de serpiente.
Agustina del Amanecer tiene una risa que gusta, capaz
de llevarse el ánimo de cualquiera trotando tras de sí hasta dejarlo desmayado
de alegría en algún repecho. A Agustina le gusta hablar y reír con la gente, y
tiene una risa muy contagiosa que es lo que más gusta.
-Ayer estuve con Agustina. ¡Lo que nos pudimos reír!
El día que el mal color de cara le dijo adiós por el
sumidero, su barriga sintió un frío repentino que desapareció de inmediato
después de hacerle el hueco del hambre. Fue la rareza del adviento de su
alegría interminable, ya en lucha para siempre con el ancla perversa de su
timidez inexplicable. La gente quiere hablar con Agustina del Amanecer,
contarle cosillas, secretos, y pedirle ¡que sí! algún consejo. Parece que quien
no participa en la vida como actor, no pueda hacerlo como confidente, porque el
peligro -se piensa- está en la lengua y no en los oídos, pero los que así
piensan yerran, porque saber también equivale a vivir y por tanto, a actuar. Lo
cierto es que Agustina del Amanecer rezuma confianza.
-No digas nada mujer, por lo que más quieras... Mi
sobrina Carmen, la de mi hermano José, está en estado.
-Pues a casarla y ya está -resuelve Agustina sin
dudarlo.
-¿Y con quién Agustina, y con quién?
Durante estos años nadie ha visto a Agustina del
Amanecer con chapetas postizas
porque dice estar bien así, mejor así, como es, sin besos redondos y colorados
en las mejillas -empolvarse es de judas- ni adobo carmín en los boquerones de sus
labios. Su cara ha enseñado siempre, desde que se le marchó la palidez al mar,
un gracioso sonrojo que nunca aprovechó para alimentar alguna débil oportunidad
que merodeó su zaguán detrás de sus carnes y su risa contagiosa. Pero que no, a
su cara le bastó con el agua, claro. Ha vivido sin sombras alrededor de la
claridad de sus ojos y con las terminaciones de los dedos de sus manos sin
color alguno que morderse. Siempre portó el buen genio de los colores en su
semblante menos en aquella larga temporada que anduvo enferma hace muchos años,
en la que volvió a estar pálida como una jesuitina, como cuando era niña con su
abuela hermosamente extraña de aluminio caliente y porcelana desconchada. Unas
veces huele a pan y otras a polvos de talco y otras a cualquier grato recuerdo
pero siempre son olores limpios, netos y definidos, sin mezclas que agüen la
fiesta de los sentidos provocando que echemos la cara para otro lado o que
tengamos que resistir por educación el envite de lo desagradable. Agustina del
Amanecer huele a cosas enteras e individuales. Ya metida en el callejón que
desemboca en los cincuenta y sin poder salir, se le ha derramado en la cabeza
un brasero de picón extinto.
Agustina del Amanecer es soltera como la luna, más
soltera que la luna con esa carita redonda vestida de blanco. Para casarse hay
que perder el miedo y quizás a veces la vergüenza a la calle, a los gestos, a
decir y a oír algunas palabras. Para más cosas. Cuando de mocita se atrevió
alguna vez a salir de su casa lo hizo en días y horas impropios, y más bien
acompañada que un alcalde. Esas contadas aventuras duraban lo que una tormenta
en verano. Ser libres nos exige ser desobedientes.
-Mamá vámonos ya, decía Agustina.
Su madre sentía el brazo de Agustina temblar agarrado
al suyo. Así se le fueron yendo los años de las amapolas en las mejillas y las
granadas sangrientas en la desembocadura del bajo vientre, sin dar ocasión
clara a ninguna boca enamorada para que le pudiera decir alguna tontería,
torpemente adornada, por la que siempre empieza todo:
-Eres bonita como un tomate pintón a través de las
redondas lupas del rocío. La belleza es un antojo que casi siempre pasa.
-Hasta cuando te santiguas al entrar a la iglesia
miro tus manos. Después lo hago yo otra vez para borrar con el agua bendita el
pecado venial que han cometido mis ojos observándote.
“Mortal”. “Anda y calla. Qué glotona es la moral”.
¡Sus manos siempre sus manos! Agustina ni creó ocasiones ni alentó
oportunidades para amoríos. El miedo o la vergüenza se comían sus
palabras, nunca sabremos si
también sus sentimientos. Los muchachos más lanzados se quedaron esperando
todas las veces la limosna de una simple mirada. Tampoco se le acercaron
muchos. “Pero Agustina, ¿cuántas veces estuviste sola en la calle?”.
A salvo de los hombres -que sepamos por ahora-, con el martillo reproductor sin dar
golpe, por patios y azoteas recién fregados, entre macetas húmedas, de costura
en costura y a carcajada limpia, Agustina engordó y se hizo muy mayor para
acoplarse. Su soltería nunca le pesó y poca gente cree que tuviera que ver en su
estado lo que dijeron de ella, porque cuando los secretos se hacen cotidianos,
de todos parece que lo que esconden nunca haya sucedido. Pero ¿de verdad lo
creen? Cuando un secreto se rompe deja mancha como la deja la clara del huevo
por transparente que sea.
Tan soltera y tan indefensa y tímida bajo el sol de
la calle -la noche nunca existió sino de puertas para adentro-, Agustina sólo
entretuvo su piel y su pulso con el joven revisor del Calamar de la noche. Un
tren expreso procedente de su miedo a vivir sin compartimentos. El fresco verde
de patios y azoteas, tus pies mojados. El hiriente blanco de la pared, dientes
y retina. El gris oscuro, ciego y terapéutico de las habitaciones más discretas
de la casa, tu ángel de la guarda. El espeso plata de la luz que mueve los
naranjos amargos -puntuales relojes de la primavera- con su penetrante azahar
¡ay dios mío! por el imparable tobogán de los sentidos, tu fantasma.
Agustina del Amanecer está más soltera que la luna
pero no sola. Su única sangre paralela, su única hermana, su María del Oeste,
su Marieste, que es con la que vive -tuvo otra y se murió con la luna de miel
en los labios- le ha dado cinco sobrinos y un marido postizo y de mentirijilla,
muy aparente para todo pero que sólo puede llegar en las funciones que presta
hasta la puerta arrugada de sus faldas, como es natural. Por mucho que se diga,
que algunos dicen que lo dicen, el préstamo, el marido prestado -pobre andorrero sin norte- Agustina lo
devuelve siempre en la puerta tersa del único compartimento del Calamar de la
noche. Quizás alguna vez contemplaran juntos un amanecer por la ventanilla.
Pero eso sí, este falso marido estuvo
toda la vida enamorado de sus manos, porque Agustina del Amanecer, de joven,
antes de estar tan gorda y tan soltera, tuvo manos de Virgen de Murillo,
resucitadas venían de un lienzo que alguien pintó muchas veces con la mirada
solamente. Su cuñado, de joven, antes de ser su cuñado, antes de que le
mandaran tanto, es verdad, le hablaba al corazón de su hermana, pero un poco
también a las manos de ella. Al corazón de Marieste pero Marieste se daba
cuenta de que en los descuidos cómico-cardíacos desviaba algún piropo a las
manos de Agustina del Amanecer.
Su cuñado, antes de serlo y ser tan correveidile
-seguro que podría confesarlo si se atreviera- rondaba a una mujer cuyas manos
pertenecían a otra. Cuando alguna vez estuvo en el portal de la casa con las
dos -esos días en los que no había nada que pelar-, acariciando las manos de su
verdadera novia pero deseando besar sus manos verdaderas que eran las de su
hermana, y allí se hacía el feliz bajo la tentadora luz amarilla del zaguán que
hacía cómplices a los tres, se le escuchaba decir porque se le escapaba de la
boca como una baba incontrolada, refleja:
- ¡Qué
manos tan bonitas tienes!
Agustina del Amanecer creía que lo decía por su
hermana y se ponía contenta, pero su hermana sabía que lo decía por su hermana
y se ponía contenta también. El novio y cuñado futuro complacía a dos mujeres a
la vez con las mismas palabras,
sin tener que repetírselas a ambas, y así alimentaba dos corazones, incluido el
suyo, con el amor económico que su timidez y su deseo furtivo aleaban. Del
corazón a las manos. El amor a través de la anatomía. Respira, respira,
respira. No hay amor si no hay saliva.
- ¡Cómo te quiere! -decía Agustina del Amanecer
cuando despedían al enamorado.
- Es bueno -contestaba María del Oeste.
Agustina del Amanecer es ingenua como un pez que
después de ver la punta metálica e irreversible del desengaño, pica y vuelve a
picar, y se traga el cebo a continuación sin pestañear, atraído por la
suculenta normalidad tras de la cual se esconde con evidencia el peligro. No
puede resistirse a los destellos. La boca se le hace agua debajo del agua. La
vida está llena de cebos apetitosos para Agustina del Amanecer, su fiel
ingenuidad y su inquebrantable curiosidad por vivir lo que no se atreve a
vivir, hacen que los muerda una y otra vez, tantas cuantas veces se estrella en
la pared falsa de la apariencia, donde tanto viene como una menestra multicolor
de mil sabores a que se le paren las tripas de indigestión. El cerco a su mundo
alborotado y raro brota desde el mismo atril de su voluntad, sin ser fruto de
la voluntad todavía, que la salpica de arriba abajo como el sudor refrigerante a
un botijo de barro.
- ¡Ay Rubén! Cuánto y qué poco te pareces a ella.