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estuvo muy pendiente del niño y de
las posibles salpicaduras chillonas de su cabecita pero el angelito solo
rezongó algunas palabras en voz alta sin llegar a gritarlas. La pesadilla, si
la hubo, pasó de puntillas por la cabeza de la mujer. Pero la noche siguiente
también fue diferente porque volvieron los gritos de susto del pequeño. Su
madre estaba preparada y corrió a su lado. Lo encontró sentado en la cama, casi
levitando, llamándola. “Ya está, ya está. Mamá está aquí. Tranquilo mi vida”
—le dijo.
Ella escuchó
atentamente el relato del mal sueño del niño mientras este le contaba que su
cama se había caído a una habitación muy grande donde había un hombre sentado
de espaldas delante del fuego de una chimenea. Estaba fumando y su pelo era
rubio.
— ¿Le viste la cara?
—preguntó ella, a lo que escuchó del hijo que aquel hombre no tenía cara.
—
¿No tenía cara? —repreguntó.
Ninguna respuesta. El niño se había
quedado dormido en sus brazos. La mujer se sintió atrapada por una sensación
que recorría en línea recta la bisectriz entre la angustia y la esperanza. Se
fue a la cama y tardó en entrar en coma. Admitamos que los sueños siempre son
endebles para que podamos recordarlos y, con más razón, si pretendemos tomarlos
como preludio de la explicación de algo. Así es que esta noche de jueves ha
dormido poco. Mal. Ha despertado de mal humor y la ha tomado con la intrusa del
espejo. Hoy viernes tiene un cuerpo trastocado. Siente como si el corazón
estuviera en la cabeza y ésta en el estómago y los muslos en la espalda y un
riñón en la boca. Podría seguir amputando y cosiendo miembros erróneamente pero
¿para qué?, el estado de su bodi seguiría
siendo el mismo, digamos calamitoso. Una especie de kamasutra anatómico íntimo
individual y solitario. <<Desde luego tiene buen cuerpo para jugar a las
posturitas>>
No iría esta noche a ninguna fiesta.
Teresa le rogó que asistiera porque sabía que le haría bien pero el objetivo de
la misma no era más importante que su preocupación por las pesadillas de su
hijo y lo que quizás significaban. ”¿Y si despierta? Si despierta y no me ve se
moriría de miedo. Si despierta y no estoy no podría darme el nuevo mensaje” —se
reprochaba.
La fiesta de este viernes por la
noche tenía su gracia. La había organizado Teresa después de tejer los hilos de
las expectativas de varias personas que no eran otros que los de la soledad y
el deseo. Hombres y mujeres que vivían, la mayoría, solos. Hablamos de soledad
en un sentido íntimo, el que solo puede romperse en los momentos que bregamos
para que nuestra especie se perpetúe —un decir— aunque los microscópicos
renacuajos no logren el ovulonizaje.
<<Entendido>>. La tendenciosa juventud de todos los convocados
haría, seguramente, que la soledad en el sentido indicado actuara como un deseo
inflamable tan explosivo como la gasolina de alto octanaje o la nitroglicerina
u otra golosina fósil… ¡Bluuuummmmm!
—
Teresa,
no iré esta noche —le dijo por teléfono.
—
Pero
¿por qué? Este chico del que te hablé tiene muchas ganas de conocerte —continuó
Teresa.
—
Apenas
he dormido y estoy destrozada. No tengo cuerpo para fiestas —volvió a
disculparse.
— Bueno, tu sabes, cada cual puede poner
fin a la fiesta en el momento que quiera
y...
— Que no, que no. No insistas Teresa. Lo
tengo decidido.
—
Vale,
como quieras. Pero que sepas que no se respetan los turnos —dijo entre
risas la organizadora.
— Tenéis vía libre todas —concluyó.
La verdad de fondo es que el grupo de
mujeres con Teresa a la cabeza quería que se produjera el encuentro entre ella
y el chico referido. Todas tenían la presunción de que harían buena pareja.
Guapos los dos, inteligentes, autónomos, sin hijos. <<¿Sin hijos? ¿Qué
quiere decir?>> Hay hijos e hijos. Bueno ya se verá.
A medida que llegaba la noche del
viernes la mujer se sentía gobernada por unos parámetros emocionales a los que
no estaba acostumbrada. Eran nuevos. Percibía insinuaciones que le eran ajenas.
Sintió ganas de recordar. Y sintió ganas de llorar. Pero lo cierto es que no
tenía una razón clara que fuera suficiente para hacer una cosa o la otra. Se
acordó de Pastor.
Pastor
“¿Qué te gusta de mí?” —le preguntó.
No le contestó, solo la miraba con intensidad como si quisiera entrar dentro de
ella por sus ojos y escudriñar su corazón para quedarse allí escondido de
ventrículo en ventrículo por las aurículas para siempre. Al calor de su sangre.
Al color de sus besos. Hacía algunos años de esto pero la mujer lo volvía a
vivir hoy viernes como si ayer hubiera sucedido. El tiempo pasa muy lento para
las cosas auténticas que nos han marcado. Hay residuos más duraderos que otros.
“No se trata —siguió Pastor— de lo que me gusta de ti porque ya no puedo
elegir. Tú formas parte de mí. Para seguir respirando te necesito. Para seguir
pensando te necesito. Para seguir amando te necesito. Aunque fueras la mujer
más fea del mundo te necesito. Para seguir viviendo te necesito”. Ella recuerda
estas palabras con fluidez como si todavía vibraran en la membrana húmeda y
delicada de sus tímpanos. Pero no cree que estén solo en los tímpanos
—amplificadores del hilo musical del cuerpo humano— y piensa que en este
momento recordar y amar son el mismo infinitivo sin temor a caer en la
maravillosa utopía del amor. “Y como no quiero seguir poniendo en peligro mi
vida, que es lo mismo que decir mi amor por ti, quiero que te cases conmigo”
—recuerda que le dijo Pastor. Y se calló ahí. No dejaba de mirar y de entrar
por sus ojos para trastearle con sentido su corazón secreto y abundante. Ella
debió entonces de contestarle pero no lo hizo. Seguramente el famoso nudo de la
emoción arrebatada se lo impidió. Él, impertérrito, seguía esperando con todo,
hasta con la humedad fisiológica pura de las membranas de sus tímpanos.
Acabaron abrazados; abrazándose sonoramente; abrazadamente intensos con sus
anatomías atómicas. Con delicadeza brutal, intercambiando emociones en cadena a
través del contacto del sellado rojo de sus mejillas casi incandescentes por la
velocidad que les había cogido la sangre. “Cásate conmigo ¿quieres?”. “No
puedo. Ya estamos casados” —sigue recordando que le preguntó y ella le
contestó.
Llegó la noche. Viernes. Solo
pensaba, como pensó y esperó tantas noches, en qué sueño despertaría al
pequeño. Estaba convencida de que a través de los sueños del niño afloraban las
claves que estaba esperando para dar explicación a la mayor frustración de su
vida, aquel final inesperado con Pastor. “¿Qué soñarás esta noche chiquitín?
¿Qué querrás decirme con tu miedo y tus gritos?” —pensaba. Pero una vez más el
niño no gritó de miedo, ni siquiera balbució pequeños globos desinflándose, ni
mucho menos algún fonema preliminar incompleto. Nada que significara algo.
Pasada la hora habitual de los sueños gritados del niño, la mujer se acostó con
la esperanza de que fuera ella la que reviviera buenos recuerdos por extraños
que fuesen. “Buenas noches pequeñín. Mamá ha estado aquí pero se va a la cama”
—le dijo en voz baja antes de salir de la habitación. El niño seguía
plácidamente dormido como respuesta a las palabras de su madre.
Las pretensiones sobre los sueños,
aunque estén bien planificadas, nos pueden llevar a equívocos fundamentales.
Aquellos son tan químicos y vulnerables como los negativos de una caja negra.
Tan imprevisibles como el valor o el amor. ¡Pues a tener cuidado, sapos de la
charca!
Al día siguiente, como todos los
sábados, lo llevó al parque para que viera los patos en el estanque. A ella
también le gustaban estas palmípedas. “¡Con lo mal que huele allí, por dios!”.
El niño iba callado al son que su carácter casi ausente le dictaba. La madre le
preguntó qué tal había dormido y el niño respondió que regular. “¿Por qué?”
—ella. “He tenido pesadillas otra vez”. “Estuve a tu lado hasta después de
media noche pero no te despertaste ni gritaste”. El niño, sin más, empezó a
relatar lo que recordaba del sueño. Dijo que apareció en el muelle de un puerto
o, al menos, creía que lo era. Había grúas gigantes y agua a un lado y a otro
de la plataforma de hormigón en la que se encontraba. El sueño, como todos, era
incongruente porque el niño relator aparecía en él como un operario adulto; y
aunque lo hubiera hecho como niño también era un disparate. Estaban descargando
–creía que de un barco— un prisma de acero rectangular de unos veinte metros de
largo por cinco de ancho y tres de alto. Pesaba 13 T. La operación de descarga
era arriesgada y trabajaban lentamente. Los participantes debieron detener la peligrosa
maniobra varias veces para comprobar y ajustar ensamblajes. También se
detuvieron para tomar el bocadillo. <<De los trece operarios que
intervenían en la maniobra, diez llevaban bocadillos de mortadela con
aceitunas. Seguramente había alguna promoción con apariencia de ventajosa en
alguna cadena de supermercados de aquella ciudad por aquellos días>>
En tres o cuatro ocasiones el
operario relatante debió colocarse debajo de la pieza de acero para supervisar
los anclajes. ¡Mal hecho amigo, según las normas de PRL! El lingote gigante
bajaba muy despacio hacia la plataforma de hormigón. La última vez que debió
meterse debajo de él —al pensar en la densidad milkilográmica
que pendía sobre su cuerpo notó cierta fatiga al respirar— el hueco que quedaba
entre el hormigón del suelo y el acero flotante era de un metro escaso. Salió
de debajo una vez más y anunció su presencia a todos; la operación de
aterrizaje del enorme bloque de acero estaba tocando a su fin. Las
fantasmagóricas grúas habían vencido al gigantesco y extraño juguete de acero.
De forma repentina el operario relatante se dio cuenta de que algo grave estaba
ocurriendo, tan grave que sin saber cómo ni por qué se vio atrapado entre el
bloque de acero y el suelo de hormigón. Sus compañeros de maniobra no se dieron
cuenta del peligro que corría y él mismo quedó presa del pánico sin poder hacer
nada para avisarles y evitar que la mole de miles de kilos lo dejara como un
sello. Gritó pero no ocurrió nada. Nadie se dio cuenta ni escuchó nada. Ni
siquiera apareció su madre con su “Aquí está mamá, chiquitín. No temas”. A lo
mejor esta vez no era una pesadilla. El prisma enigmático de acero le oprimía
ya el cráneo contra el suelo lo suficiente como para impedir que el niño
pudiera escapar. ¿Cómo había ocurrido? ¿Cómo es posible que nadie lo viera
entrar debajo de la carga por última vez? ¿Por qué no avisó de que tenía que
hacerlo para que detuvieran las poleas que bajaban el lingote fantástico? “Es
absurdo. Es absurdo o es una broma” —decía una y otra vez mientras sentía sobre
su cabeza, que había puesto de perfil, y sobre su pecho acelerado los preludios
de un trágico final. Los huesos cedían
con chasquidos dolorosos. Entonces, en este punto, le dijo a su madre que no recordaba
el final del aplastamiento. “Tranquilo hijo no pienses en eso. Solo es un
sueño”. “Sí mamá, es solo una de mis pesadillas pero …” —y el niño se
calló.
— Pero qué —le exigió la
madre.
“Cuando giré a duras penas la cabeza
para ponerla de perfil y así cobrar unos centímetros de holgura, vi cómo un
hombre miraba por el hueco en el que yo me encontraba como si quisiera
presenciar mi aplastamiento” —dijo a su madre.
— ¿Le viste la cara?
—preguntó ella.
Contestó que no
tenía cara y que era rubio.
—
¡Como
que no tenía cara! ¿Entonces por qué sabes que te estaba mirando y era
rubio? —gritó enfadada.
Una vez más el
pequeño guardó silencio ante la reclamación vehemente de su madre. “¡La que te
voy a aplastar voy a ser yo!” —pensó la mujer. El niño la miró con inocencia y
tiró una piedrecita al estanque a lo que los patos y otras ánades respondieron
corriendo sobre el agua como San Pedro en busca de alguna posible chuchería.
Ella se quedó pensativa hasta que los graznidos de las aves le avisaron de que
era hora de volver.
Por la tarde llamó a Teresa. Lo
primero que hizo, más que nada por cortesía, fue preguntar por la fiesta del
viernes. “A parte del striptease final de Consuelo fue una noche más bien
aburrida. No quiero que te sientas mal pero en parte tuvo que ver con que tu no
vinieras”. “No me siento mal. Esa chica siempre acaba desnudándose. Como sabe
que tiene buen cuerpo”. “Se pasó de gin-tonic, como siempre” —explicó Teresa.
De lo que quería en realidad hablar con Teresa era de los sueños pero sin meter
a su hijo por medio, así que habló en general primero para, después, acabar
atribuyéndoselos ella misma, ¡como si su amiga se chupara el dedo!. “Los tengo
casi a diario. Algunos tratan sobre situaciones terribles y en todos ellos
siempre aparece un testigo con el pelo rubio y sin cara”. Teresa le preguntó
qué quería decir sin cara y ella le contestó que no la recordaba o aparecía
borrosa, sin definir. “No se qué es eso de la presencia de alguien que no
quiere mostrar su rostro. ¿Tú crees que será un mensaje de alguna persona?”
—dijo. Teresa la vio venir con aquella pregunta y la disuadió para que no
volviera a obsesionarse con un posible mensajero misterioso. La mujer se
defendió negando que hubiera vuelto a estar pendiente de su vieja e imposible
quimera de estar esperando a alguien. <<¿Se refería a Pastor?>>.
Sí, a Pastor.
Por la noche, otra vez con su hijo,
le preguntó por la cara que no recordaba nunca. El chiquillo guardó silencio
intentando evitar la conversación, y ella se sintió mal por tanta negativa.
Para conformarla le entregó el relato de otro sueño reciente. El niño contó que
una de las primeras noches, después de que empezaran las pesadillas, su cama
cayó al vacío y apareció, después de unos segundos perdido en el abismo, en una
habitación enorme donde un hombre rubio permanecía sentado de espaldas en un
sillón delante de una chimenea encendida sin que se le vieran ni las manos ni
los pies. <<¿Y la cara?>> No olvides que estaba de espaldas. El
hombre fumaba. Este sueño ya lo había contado pero a la madre no le importaba
volverlo a escuchar porque pensaba que el niño podría añadir algún detalle
nuevo en la repetición. El relatante no sabría decir si colgaba algo de las
paredes de la estancia, ni si aparecían más enseres además del sillón donde el
hombre estaba sentado, sin moverse, con una apariencia fantasmal. Al niño le
llamó la atención que el fuego ardiera muy deprisa. <<¿Qué quiere decir
eso? ¿Cómo arde deprisa un fuego?>> “Ves, este es un detalle nuevo”.
Tranquila. Seguramente la llama se cimbreó alegremente avivada por alguna
bocanada de aire que entró furtiva por la chimenea. Lo dice la ciencia, el
oxígeno da de correr al fuego. <<¿De comer?>> De correr o de comer
es lo mismo. Si hay poco aire el fuego se desmaya. Si no hay ninguno, muere.
Fin del fuego. “¿Del juego?” —preguntó la mujer muy alterada y nerviosa. Esto
no es ningún juego y usted debería ir al otorrino.
Tenía en la cabecita otros sueños que
aun no había contado a su madre. Él sabía cosas que ella ignoraba, aunque es
verdad que las andaba buscando. No es que los ocultara deliberadamente para
conseguir algún objetivo concreto sino que el niño extraño no sentía la
necesidad de hacerlo porque si bien es verdad que algunas veces gritaba
asustado en el momento de actuar el sueño también lo es que este miedo apenas
si lo recordaba al día siguiente. Durante el día no pensaba en pesadillas ni en
mensajes misteriosos ni en temores ni en otros fraudes de la realidad. La luz
del día los protegía; a él, que soñaba para su madre porque ella había empezado
a tener esa necesidad para poder seguir adelante. Y a la madre, que buscaba sus
sueños porque él los necesitaba para existir.
Aunque no hacía mucho tiempo, como
hemos visto, que convivía con las conjeturas fantásticas de sus sueños, había
uno que ya le había paseado la fabulación nocturna dos veces. Era el sueño del
perro pegado al suelo. Todo comenzaba con los ladridos del animal, un perro
grande de color canela que lo miraba alegre moviendo el rabo. Perdón, se me
escapa algo llamativo. La primera vez el perro era de color canela pero la
segunda el color había sumado intensidad hasta llegar casi a marrón. Sin duda
el perro era el mismo. El sonriente animal no le quitaba ojo al niño soñador.
Si el lector me lo permite yo le llamaría Manchita por el lucero blanco que tiene
en la frente. Es perra. Lo singular de la escena es que aquel mejor amigo del
sueño no se movía de donde estaba. Parecía que lo habían pegado al suelo. Movía
el cuello, las orejas y el rabo pero permanecía inmóvil. Manchita –por decir
algo— no hacía ningún intento de echar a andar. O sabía sobradamente que no
podía o simplemente no formaba parte de su comportamiento, es decir, desconocía
que las patas, como en los demás perros, tenían la función de caminar y correr.
El niño le pitaba con los dedos corazón y pulgar, el perro batía su cola
cariñosamente, giraba a un lado y otro el cuello olisqueando pero no se movía,
ni siquiera hacía el intento. El día que apareció de color marrón el
comportamiento fue el mismo. Y por supuesto se seguía llamando Manchita, el
nombre que yo le había puesto. Un perro pegado al suelo sin poder moverse no es
un perro. Es un perro que no sirve para nada. Igual que un perro que no ladra.
El ladrido y la carrera son la esencia determinante del perro. Como el beso es
fundamento del amor. El beso es un ladrido, al fin y al cabo. Tan ladrido es
que, a veces, nos comportamos como perros cuando hacemos el amor. Somos besos
que, si son ladridos, nos hacen perros. El perro pegado al suelo corría
solamente cuando desde el fondo del encuadre un hombre de pelo rubio y cara
ausente lo llamaba con algo en la mano que le entregaba en el encuentro. ¡Allá
que iba Manchita viva y saltarina como una gacela que huye de una intuición
mortal!
Ha habido varias
fases en el ánimo de esta mujer en cuanto al capítulo de las pesadillas de su
hijo. Al principio actuó como la madre diligente que corre a apagar los gritos
de su pequeño provocados por algún mal sueño. “Ya está, ya está. Mamá está
aquí”. Cuando los episodios se repetían diariamente empezó a preocuparse.
Preguntó a las amigas —a Teresa le preguntaba poco para evitar que se
preocupara por ella— e incluso, ocasionalmente, a simples conocidos que si a
sus hijos les ocurría lo mismo. Supo que aunque los sueños no eran siempre
terroríficos sí eran muy extraños. También se dio cuenta de que su hijo no
quería contar nada o se guardaba parte de ellos. Contar algo que te ha
sucedido, ya sea en la realidad o mientras soñabas, y que te obsesiona
especialmente, por un lado te libera espiritualmente pero por otro te hace más
vulnerable. Fue precisamente la propensión del niño al silencio la razón
principal por la que esta mujer se interesó sobre manera por aquella cuestión.
¿Y si aquellos sueños no eran las descargas normales de la mente de un niño?
¿Era posible que el origen de tales pesadillas trascendiera el lógico
comportamiento nocturno de la subconsciencia? ¿Podrían las cábalas del destino
estar utilizando el manojo neurológico de su pequeño